domingo, 8 de noviembre de 2015
La procesión del entierro
La procesión del entierro en las calles de la ciudad es ominosamente
patética. Detrás del carro que lleva el cadáver, va el autobús, o los
autobuses negros, con los dolientes, familiares y amigos. Las dos o tres
personas llorosas, a quienes de verdad les duele, son ultrajadas por los
cláxones vecinos, por los gritos de los voceadores, por las risas de los
transeúntes, por la terrible indiferencia del mundo. La carroza avanza,
se detiene, acelera de nuevo, y uno piensa que hasta los muertos tienen
que respetar las señales de tránsito. Es un entierro urbano, decente y
expedito.
No tiene la solemnidad ni la ternura del entierro en provincia. Una vez
vi a un campesino llevando sobre los hombros una caja pequeña y
blanca. Era una niña, tal vez su hija. Detrás de él no iba nadie, ni
siquiera una de esas vecinas que se echan el rebozo sobre la cara y se
ponen serias, como si pensaran en la muerte. El campesino iba solo, a
media calle, apretado el sombrero con una de las manos sobre la caja
blanca. Al llegar al centro de la población iban cuatro carros detrás de
él, cuatro carros de desconocidos que no se habían atrevido a pasarlo.
Es claro que no quiero que me entierren. Pero si algún día ha de ser,
prefiero que me encierren en el sótano de la casa, a ir muerto por las
calles de Dios sin que nadie se dé cuenta de mí. Porque si amo
profundamente esta maravillosa indiferencia del mundo hacia mi vida,
deseo también fervorosamente que mi cadáver sea respetado.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario